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El volcán centroamericano

Opiniones

Gerardo Rodríguez

El presidente Biden quiere que, en su proyecto de presupuesto para 2022, tenga cabida una inversión de 723 millones de euros dedicado a desarrollo en Centroamérica, lugar hostil para la vida digna de millones de personas, castigadas por la pobreza más severa. Lo anuncia como avanzada de otros 3.360 millones para los próximos 4 años. Cabría preguntarse si así se solucionará el problema real, de fondo, que impulsa a la gente a emigrar en caravanas multitudinarias rumbo a un incierto futuro en Estados Unidos.

Yo lo pongo en duda, ya conocemos la vieja frase de que México y los países centroamericanos tuvieron la desdicha de estar lejos de Dios y cerca de Estados Unidos, y ese inconveniente geográfico no se arregla tan fácilmente, ni siquiera con un presidente bienintencionado como creo que es, realmente, Joe Biden.

Ese inconveniente determinó el pasado y el presente de los tres pequeños países que son el principal foco del éxodo que observamos a diario. Los migrantes atraviesan fronteras, sortean legiones de policías convertidos muchas veces en delincuentes, vadean ríos, orillan ciudades y se internan en valles y desiertos hasta acabar frente al “muro de las lamentaciones” que un truhan convertido en “Señor Presidente” quiso fortificar para no conceder ninguna brecha a aquellos que tuvieron la desdicha de haber nacido en la hondureña San Pedro Sula, en el Quiché guatemalteco o en la zona metropolitana de San Salvador, por ejemplo.

Honduras, el país que más emigrantes genera, está gobernado por cinco familias que acaparan casi toda su riqueza, sus tierras y sus empresas. Desde hace más de medio siglo tienen a su disposición a los presidentes de la república, como es el caso del actual mandatario. En las últimas elecciones presidenciales de 2017, Juan Orlando Hernández al que numerosas pruebas vinculan con el narcotráfico, transformó el resultado que otorgaba ganador al candidato de la oposición en victoria suya, luego de un apagón informático e informativo cuando ya estaba perdido. Una transformación tan sorprendente como la que intentaban los alquimistas al transmutar el plomo en oro, pero en este caso con resultados positivos. En otras palabras: un robo auspiciado por las cinco familias, fomentado por los Estados Unidos de Trump que a los dos días reconoció el resultado y permitido por la OEA presidida por un uruguayo de cuyo nombre no quiero acordarme. 

En realidad el Golpe en Honduras se produjo en 2009, cuando destituyeron al presidente Manuel Zelaya y lo expulsaron del país en pijama. Las elecciones de 2017 fueron un Golpe dentro de otro Golpe, como golpe a golpe vive y muere el pueblo hondureño, un golpe se llamó Jeannette Kawas, otro golpe se llamó Berta Cáceres, y así sucesivamente.

Todo el mundo sabe que en Honduras el poder es la mafia y la mafia el poder, sobre todo lo sabe Estados Unidos que ha sido la mano que mece la cuna durante más de un siglo. El concepto de “república bananera”, ese estereotipo caricaturesco de país económicamente dependiente del banano, el Estado dominado por un espadón y el poder en manos de finqueros y compañías fruteras transnacionales, con el pueblo sin un acre donde sembrar y sin un lempira que gastar, tiene en Honduras su arquetipo más acabado.

Durante la mayor parte del siglo XX, la United Fruit Co., hoy blanqueada como Chiquita Brands o Dole Fruit Co., gobernó esos países, con la “diplomacia de la cañonera” como auxilio. No hubo, ni pudo haber, esperanzas colectivas para estos pueblos, ni avances sociales, ni derechos humanos, salvo a la manera de Pinochet (“¿Derechos humanos me pregunta usted? Aquí somos derechos y somos humanos” dijo una vez, el miserable).

Ningún tratado es tan esclarecedor del poder que ostentó la United Fruit en los países que acaricia el mar Caribe como las páginas de “100 años de soledad” sobre la compañía bananera. Un día, cuando el ferrocarril ya había llegado al pueblo portando todo tipo de criaturas, “con pantalones de montar y polainas, ojos de topacio y pellejo de gallo fino, uno de tantos miércoles llegó a Macondo y almorzó en la casa el rechoncho y sonriente Míster Herbert. Nadie lo distinguió en la mesa hasta que no se comió el primer racimo de bananos”. En los días siguientes, aquel vendedor de globos cautivos “midió la temperatura, el grado de humedad de la atmósfera y la intensidad de la luz” y, casi de inmediato, arribaron ingenieros, agrónomos, hidrólogos, topógrafos y agrimensores que “modificaron el régimen de lluvias, apresuraron el ciclo de las cosechas y quitaron el río de donde siempre estuvo”. Así comenzó el capítulo de la compañía bananera, para desgracia de esos países, “miren la vaina que nos hemos buscado-solía decir el coronel Aureliano Buendía- no más por invitar un gringo a comer guineo”.

Cuando los trabajadores de las plantaciones, en régimen de servidumbre, comenzaron a organizarse y se concentraron en la plaza pública, los 14 nidos de ametralladoras que los cercaban tabletearon al unísono provocando miles de muertos que fueron introducidos en el mismo tren que trajo a míster Herbert, y enviados camino del olvido. Años después, una persona recordaba en sus discursos y desplegaba en su memoria este hecho real de la historia de Colombia, se llamaba Jorge Eliecer Gaitán y lo asesinaron cuando iba a ganar las elecciones un florido abril de 1948. Otra primavera con una esquina rota. Hoy Colombia está gobernada por un siniestro personaje vinculado a los grupos paramilitares de la extrema derecha, se llama Álvaro Uribe Vélez, el que se dice presidente es un lamentable títere.

 Como el poder despótico tiene corazón de titanio, la eterna pobreza hondureña tuvo su chivo expiatorio en los aún más pobres inmigrantes salvadoreños que llegaban al país, lo mismo que los trabajadores peor pagados y más explotados de aquí y ahora piensan que sus problemas llegan en pateras. Corría el año 1969 cuando se desencadenó la llamada “Guerra del fútbol” entre Honduras y El Salvador. La causa aparente fue la eliminatoria que ambas selecciones tenían que jugar para llegar al Mundial de México de 1970, las refriegas entre hinchas en los partidos jugados en Tegucigalpa y San Salvador terminaron en guerra abierta, una guerra que duró 100 horas y se saldó con 6.000 muertos y 20.000 heridos, al margen de las casas incendiadas y las cosechas arrasadas. El gran reportero polaco Ryszard Kapuscinki, que allí se encontraba, analizó las verdaderas causas de lo ocurrido, tras la ilusión óptica, de opereta bufa, de una guerra por un partido de fútbol: El Salvador es el país más pequeño de América Central pero tiene la densidad de población más alta de toda América, tras Haití. Catorce familias constituyen poderosos clanes latifundistas y detentan la mayoría de la tierra, este hecho ocasionó una importante migración  a Honduras donde había grandes extensiones de tierra sin dueño, de tal manera que construyeron pueblos y fundaron aldeas hasta que el gobierno hondureño, al servicio de la oligarquía como ahora, decretó una Reforma Agraria que mantenía intactos los grandes latifundios y las enormes extensiones de tierra de la United Fruit, solo repartía entre los agricultores hondureños las tierras ocupadas por sus homólogos salvadoreños. Eso significaba que 300.000 campesinos debían regresar a El Salvador con lo puesto donde les esperaba un gobierno igual de brutal y represor. La prensa, propiedad de los grandes dinosaurios económicos, se encargó de arrojar gasolina al fuego provocando una guerra de pobres contra pobres. Kapuscinski termina así su artículo:” Los gobiernos estaban satisfechos con la guerra porque durante varios días habían ocupado las portadas de la prensa mundial. Los pequeños países tienen la posibilidad de despertar un vivo interés solo cuando se deciden a derramar sangre”.

No hace tanto, durante otra guerra inducida por los que nunca corren el riesgo de que les roce una bala, un pío Ministro Defensa de la derecha española y del Opus Dei, daba la bienvenida a la “fiesta” que organizaron Bush, Blair y Aznar a un grupo de soldados. Acalorado, el ministro gritó ¡Viva Honduras! ante los pasmados soldados de El Salvador. A los poderosos que mas les da de dónde procede la carne de cañón.

Si alguien quiere adentrarse en una dictadura literariamente, de cualquier tiempo y espacio, tienen una obra maestra inigualable en “El señor presidente” (1946) del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, inspirada en la figura del dictador Manuel Estrada Cabrera, primer presidente del país en el S.XX pero que muy bien podría haber sido cualquier otro, como Efraín Ríos Montt, hombre de Biblia, pastor evangélico  y defensor de la familia tradicional, que en año y medio ejecutó a 10.000 personas de origen maya y que murió a los 91 años sin haber pisado una cárcel ni en su Guatemala natal, ni en ningún otro sitio, incluyendo La Haya.

La obra de Asturias también podría aplicarse a Carlos Castillo Armas pero este ya tiene su propia novela de otro Premio Nobel, “Tiempos recios” (2019) de Mario Vargas Llosa, una novela mucho menor pero que recrea el Golpe de Estado a uno de los contados gobiernos decentes y honrados que ha tenido la región, el de Jacobo Árbenz Guzmán (1950/53), que quiso hacer de Guatemala una democracia plena, plural, con división de poderes, derechos humanos y elecciones periódicas.

Árbenz, tan tenaz como ingenuo, creía que modernizar su país le granjearía las simpatías de Estados Unidos y la Comunidad Internacional, confiaba que una Reforma Agraria que repartiera las tierras improductivas entre las legiones de menesterosos que poblaban los campos haría florecer la clase media y sacaría de la miseria a millones de campesinos, estimaba que las empresas como la United Fruit y los latifundistas deberían pagar algunos impuestos como se hacía en Estados Unidos y Europa pero se lo comieron los cocodrilos. Esta vez la cara del Golpe era un tipo acomplejado con bigotito de mosca que se llamaba Castillo Armas, los instigadores fueron la United Fruit, la CIA, los terratenientes, los dictadores de Honduras y la República Dominicana y hasta la prensa progresista norteamericana como The New York Time o The Washington Post. A los pocos días del Golpe, el nuevo “Señor Presidente” condecoró a uno de sus máximos valedores, el arzobispo Mariano Rosell y Arellano y proclamó al Cristo de Esquipulas, general del Ejército de Liberación Nacional con sus entorchados correspondientes (“Dios, Patria, Familia”). El surrealismo de Miguel Ángel Asturias está bien anclado en la realidad de su país, no hay dudas al respecto.

El Golpe a Árbenz derrotó la democracia pero como la vida teje y desteje su trama a la manera de Penélope, pintó la radiante luz del día que un médico argentino llamado Ernesto Guevara contemplará el espectáculo desde una pensión barata, de patio con buganvillas, que muchos años después alojó al que esto escribe, la “Pensión Meza”, en pleno centro de la capital. Ese argentino, que asistió incrédulo al golpe que sentenciaba a un país y a un continente, como un aviso para navegantes, como un disparo para espantar a las palomas, como el vuelo del gavilán colorao.

Se caló la boina y se colgó el fusil al hombro y se embarcó rumbo a Cuba donde descubrió que la guerra era la paz del futuro, hasta que terminó sus días en un barranco boliviano donde, ¡oh sorpresa!, un sargento chusquero de una dictadura más le descerrajó un tiro a bocajarro, no sin antes escuchar: “Dispara que vas a matar un hombre”, digno de la héroes de la Iliada.

 Ahora que parece que un ser humano habita la Casa Blanca, si quiere saber por qué emigra la gente de Centroamérica es recomendable que contemple el mural de Diego Rivera “Gloriosa Victoria” y centre su mirada en el rostro de Eisenhower para que entienda el papel que su país ha tenido en la tragedia, que ahora le llega en forma de boomerang, eso y no olvide pedir perdón al pueblo de Guatemala en nombre de su país por lo que hicieron a la democracia que representaba tan dignamente Jacobo Árbenz Guzmán.

Uno de los principales implicados en la trama, el Secretario de Estado John Foster Dulles, hermano del Jefe de la CIA, Allen Foster Dulles, ambos miembros de la dirección de la United Fruit, lo dijo una vez claro y alto “Estados Unidos no tiene amigos, tiene intereses”, confiemos en que esos tiempos vayan cambiando con míster Biden.

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